La columna de Marcelo di Marco continúa, en esta entrega, con un sueño de Pukkas sobre James Joyce, que trae reflexiones de Macedonio Fernández e Ítalo Calvino en torno de los críticos y los clásicos. Además, sigue el análisis del maestro y su alumno acerca de la nouvelle "Los restos" de Ana Luz Arrieta.
A la hora en que la hija de la mañana, la aurora de rosados dedos, cruzaba de relámpagos la implacable tijera de podar de Daniel, despertábase Pukkas, el sufrido discípulo de Tío Marce. Pukkas se levantó de la cama, se duchó, se vistió, colgó del hombro la mochila con su notebook dentro, y semejante a un dios salió del cuarto y encaminose a desgastar con las suelas de sus borcegos el umbral de la casa de su personal trainer literario.
—¡Cómo me dejó pensando con aquel párrafo de Ana Luz Arrieta, maestro! —revelole, una vez instalado en su pupitre—. Ya me lo sé de memoria.
—¡Bien por vos, Pukkas! Me alegra saber que tu cabeza está cada vez más abierta a pensar en la literatura de los demás.
—Es precisamente lo que vengo haciendo, máster. Y al leer Los restos me vinieron ganas de seguir conociendo a más de mis contemporáneos. Y los estoy leyendo tratando de captar las claves que hacen que las cosas funcionen.
—Y lo bien que hacés. Intentar descubrir cómo se escribe, analizar la obra buscando cuáles son los engranajes que la hacen caminar, y además incorporando procedimientos y recursos propios de los buenos escritores te irá convirtiendo en un mejor escritor. En estos tiempos tan tecnológicamente indolentes que venimos padeciendo, en los que la Inteligencia Artificial se está adueñando de las conciencias de la manada, conviene propiciar una lectura reposada y atenta.
—Y analítica.
—Exacto, Pukkitas. Deberíamos volver a leer con un lápiz prendido a la oreja y oliendo la pulpa del papel, por así decirlo. Porque pensar es la clave, vos lo dijiste. Y ahora permitime recordarte que quien te dejó pensando con esa breve oración de Los restos fue tu amiga Ana Luz, y no yo.
—No lo olvido, maestro, pero hace muy bien en recordármelo. Las otras noches soñé que me enganchaba con un seminario virtual sobre James Joyce, ¿sabe?
—Epa. ¿Ya empezás a soñar con escritores? Buena señal. ¿Y de qué hablaron en el seminario? ¿Del Finnegans? Ese libro es una auténtica pesadilla.
—El seminario trataba sobre el Ulises, maestro, y los dos profes que lo daban se referían a él como el Uli.
—¿El Uli? Me hace acordar de un chiquito muy simpático. Dale, seguí.
—Llegaron a decirme que el capítulo del prostíbulo de la madama, la nueva Circe, era… Espere que lo busco en mi notebook, porque lo escribí estando medio sonámbulo. Acá lo tengo: el capítulo del prostíbulo era en realidad una “resignificación simbologizante del empoderamiento de la supuesta-sujeta-mujer a partir de la deconstrucción del supuesto-sujeto-cliente en su versión emascuporcinizada”. Y también me bombardearon con el rollo del cambio climático, cuando llegaron al capítulo ese que transcurre en las calles de Dublín. Hablaron de cómo apestaba “antiecológicamente” la bosta de los caballos en la época en que transcurre la novela. Ahí se les mezcló todo con El perfume, y eso debe de haber pasado porque la leí hace muy poco. Y el monólogo de Molly Bloom, quien, como usted sabe, se acostaba hasta con el sodero, era para ellos un “modélico sintagmático del empoderamiento de la mujer desoprimida y empoderada de la posverdad”.
—¡Ja, ja, ja, Pukkas, qué sueño tan creativo!
—Una pavada, maestro. Pero hay algo que rescato: en todos esos encuentros oníricos me dio la impresión de que los profes estaban más interesados en mostrar qué geniales interpretaciones tenían ellos para refregarnos sobre la literatura de Joyce, en lugar de mostrarnos la literatura de Joyce.
—En eso se parecen bastante a ciertos críticos de la vida real. Me hacés acordar de la definición del concepto de conferencia que acuñó en su momento Macedonio Fernández. Una conferencia vendría a ser para Macedonio, “Un dormir atento frente a un hombre que se palpa de existencia escuchándose en público”. Está en los Papeles de Recienvenido.
—¡Impresionante Macedonio! Qué manera de poner en evidencia a los caretas.
—De todos modos, convengamos que no todos los conferencistas son “caretas”, como decís vos. Macedonio era muy ácido, pero se refería a los charlatanes cuyo único deseo es figurar, venderte una imagen.
—¡Vendernos humo, quieren! Hablando del tema, usted una vez me tiró una frase de Nietzsche que se quedó para siempre en mi cabeza.
—¿Cuál era, Pukkitas? Ahora no me acuerdo, pero supongo que también se aplica a los maestros en el arte de fingir inteligencia y cultura. Dejame pensar… ¿Es aquello del Zaratustra de volver turbia el agua, no?
—¡¿Vio que se acordó, maestro?! La frase me gusta tanto que la uso no bien se me presenta la oportunidad: “Enturbian sus aguas para que parezcan profundas”. Impresionante.
—Tal cual, Pukkas. Lamentablemente, en el ambiente cultural de hoy podemos aplicarla en innumerables ocasiones. Para tales fafaracheros fueron escritas también ciertas palabras de Italo Calvino. En aquel estante tengo un ejemplar de Por qué leer los clásicos. ¿Ves? Alcanzámelo, por favor.
—Tenga, máster.
—Acá está: “La escuela y la universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro que hable de un libro dice más que el libro en cuestión; en cambio, hacen todo lo posible para que se crea lo contrario…”.
—¡Ah sí, me acuerdo! Calvino. Otro que la tenía reclara.
—Esperá, que sigue: “Por una inversión de valores muy difundida, la introducción, el aparato crítico, la bibliografía hacen las veces de una cortina de humo para esconder lo que el texto tiene que decir y que sólo puede decir si se lo deja hablar sin intermediarios que pretendan saber más que él. Podemos concluir que un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima”.
—Ojalá que deje pensando a más de uno de nuestros lectores, Tío Marce. Y, hablando de pensar y de discursos críticos, le recuerdo que hoy nos íbamos a dedicar a analizar la segunda parte del párrafo de Ana Luz.
—Es cierto, para eso viniste.
—Me asombra pensar que un momento tan corto puede significar tanto. Lo cito para que nuestros lectores y nosotros lo tengamos presente: “Será un hombre errante de mirada vacua, a lo lejos no se podrá distinguir dónde empieza él y dónde termina su padre”.
—La vez pasada me decías que con la primera parte no tenías ningún problema de comprensión. ¿Y qué pasó con la segunda?
—La segunda ya es un poco más compleja, maestro. En principio, hablaría de un parecido físico del hijo con el padre, favorecido por la lejanía de quien los mira. Es lo primero que se me ocurre, la primera impresión. Se me viene a la mente la imagen de alguien que, de ser un muchacho, pasa a ser un hombre. Es como un fundido encadenado en el cine. Y también me aparece la imagen de un padre que está terminado y que se prolonga en el hijo.
—¿Y eso es todo?
—Para nada, maestro. No puedo explicarlo con palabras, pero lo comprendo porque intuyo que hay algo más.
—Hay algo más, Pukkas. Y eso te sucede porque conocés el contexto con que te fue envolviendo la nouvelle durante las veinticinco páginas anteriores. Antes, en el mismo capítulo de Los restos se lee, de entrada:
“Será el único varón entre cinco hermanas. Deseado con emoción ferviente por su padre, quien proyectará que siga sus pasos en las domas.
Ya nacido recibirá el cuidado atento de su madre. También su padre lo mostrará orgulloso a sus amigos para que vean a su primer varón”.
—Y después todo se desbarranca.
—Exacto. Para vos y para cualquier lector despierto, ese padre y ese hijo tienen, al margen del parecido físico, que es lo natural y establecido por la genética, un común denominador. ¿Cuál te parece que puede ser? ¿La felicidad, pongamos?
—No, maestro, nada que ver. A los dos los determinan el fracaso y la bronca. Hay un momento que dice:
“Tendrá la primera marca de cable en su espalda y será su padre el autor. En silencio comenzará a odiarlo”.
—¿Ves? La consciencia del sinsentido de esas vidas perdidas hace que el joven prolongue el fracaso y la maldad del viejo. ¿Y por qué te parece que Ana Luz no dijo directamente que los dos se parecen porque son dos fracasados?
—Porque a veces las palabras no alcanzan. La palabra “fracaso” queda chica.
—¡Exacto, Pukkas, por eso la humanidad inventó el lenguaje poético! Es la atmósfera creada por el autor lo que logra que el lector vaya configurando una imagen ontológica, una hondura espiritual y psicológica. ¿Ves? Gracias a la literatura, se trascienden las palabras de todos los días y se enaltece el lenguaje corriente. Y ese fenómeno nos da pie a responderle al texto con un sinnúmero de interpretaciones posibles, dentro de la gama. En el caso de Los restos, una gama bien oscura.
—¡Por favor pare, máster! Entre lo de Joyce y lo ontológico se me está quemando la cabeza.
—¿Querés cortar acá, y la vez que viene seguimos explicando el fenómeno de la jerarquización del lenguaje?
—Dele, Tío Marce. Por hoy me quedó recontraclaro que “Con tener talento…
—… no te alcanza”.